Cholo soy y no me complazcas , Lima , noticias Viernes, 27 enero 2017

Me cago en el Metropolitano: crónica de una diarrea anunciada

Hernán Migoya

Escritor y guionista español. Ya está a la venta su nueva novela, "La flor de la limeña" (Planeta Perú).
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Imagen: bitacoraanarquista.wordpress.com

El traumático impacto que me produjo la visión de la Biblioteca Municipal de Barranco causó en mi interior no solamente un agudo pesar, sino que también me ha provocado una diarrea descomunal que todavía arrastro (o mejor sería decir que ella me arrastra a mí).

Mi experiencia con las diarreas es larga e íntima. La primera diarrea peruana me dio en mi primera visita al país, en 2005, curiosamente en Barranco, tras almorzar un arroz con mariscos en el restaurante con galería que hay frente al mirador de la bajada de la Ermita.

Todavía recuerdo asimismo mi noche de bodas en el Country Club dejando indelebles memorias marchitas en el baño de su suite matrimonial… el color marrón Spartacus de sus paredes no se me va de la cabeza porque lo estuve mirando varias horas seguidas a una altura, digamos, media.

Desde entonces he ido desarrollando una pauta diarreica muy particular: mi estómago ya se ha acostumbrado en gran medida a las bacterias nacionales, así que, cuando me da cagalera, suele asaltarme a horas fijas (por las mañanas, habitualmente), por lo que me deja en paz y enteramente operativo durante el resto de la jornada; y ahora me puede sobrevenir también en España, porque ya estoy más acostumbrado a la alimentación peruana que a la de allá.

Por eso me quedé patidifuso (y casi paticagado) con el episodio que viví hace unos días y que a punto estuvo de convertirme en el hazmerreír del bus Metropolitano… y en el hazmecagar (de risa) de sus pasajeros.

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Imagen: El Comercio

La peor pesadilla de un turista

El día empezó de manera perfecta:

Por la mañana había estado escribiendo mi nueva novela. Mi editora Fernanda me llamó a mediodía para decirme que «La flor de la limeña» estaba siendo un éxito de ventas. Luego me llamaron varios amigos del mundo del cómic para reunirnos todos a debatir sobre quién la tiene más dura, Batman o Superman. La reunión era a las 5 pm. en el Parque Kennedy, en la zona de los limpiabotas -uno de ellos era también muy fan y participaba en los debates, aunque siempre discutíamos porque él le iba al pene de Superman y yo al de Batman-; así que almorcé, eché la siesta, llamé a  mi novia para que me esclavizara un poco y, ya azotado y sopapeado como me gusta, me vestí, perfumé y puse mi mejor traje para encontrarme con mis aristócratas colegas del cómic. No sospechaba lo que se me venía encima… o mejor dicho, ABAJO.

Tomé en Barranco el Metropolitano, mi sitio favorito de Lima porque allí se reúnen personas de todo tipo, guisa y credo que jamás podría conocer de otro modo. Me apretujaron contra sudores, alientos, bultos de origen desconocido y suciedades ajenas como es habitual, sin que yo necesitara pedirlo: es un privilegio para todos los usuarios del Metropolitano que la compañía te concede de natural, no hace falta apuntar el nombre ni pagar un extra.

Lo que no esperaba es el alarmante e inequívoco ruido de revoltillo que resonó de pronto en mi panza… Un sudor frío se instaló en mi rostro, acompañado de un terror similar al que uno sentiría si estuviera nadando en el océano y de pronto oyera el ominoso chuuun chun de Tiburón

No podía ser… No había comido nada raro ni inusual ese día, salvo el coño de mi novia… y tampoco era TAN raro ni inusual. Pero no había duda: se aproximaba una diarrea de campeonato ¡y me había pillado a cinco paradas de mi destino!

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El lugar del delito… Imagen: limabywalking.com

Me cagué toditito

La cagada era inminente: mis tripas comenzaron a llenarse y a gritar con rugidos por una evacuación inmediata. Me tiré un pedo que sorprendió por su sonoridad a todos, así que me giré y le reclamé a una viejita que la masa había estampado contra las puertas: «Señora, por favor, ya está bien…». Todo el mundo me apoyó vehemente. Por suerte la vieja estaba acostumbrada a ser cabeza de turca y me mandó a la mierda.

Y es que, en efecto, me iba a ir a la mierda en breve. O la mierda se iba a ir de mí: pero no muy lejos. Allí mismito me iba a caer… Apelé a todos los mantras aprendidos a lo largo de mi vida: traté de recordar los OMMMMMM nasales de mi época de yoga en aquella escuela donde hacía viajes astrales y eyaculaba en las fases de relajación pensando en mi maestra; y también probé a recrear el palacio de la mente en el que se encierra Hannibal Lecter cuando le da un retortijón en la tripa; incluso eché mano de los sortilegios del Dr. Extraño, que a él le sirvieron tan bien para no morirse de frío en el puto Tíbet…

Pero nada, no había salida: mi revuelto de heces hacía oídos sordos a mis súplicas y me proclamaba con su ebullición que se iban a desbordar allí mismo en unos segundos. Se anunciaba líquida la cosa. Todavía íbamos por Balta. ¿Qué pasa con Balta? ¿Por qué siempre tardan tanto los buses en alcanzar la parada en Balta?

Pero lo peor fue cuando llegamos a Plaza de Flores. Una avalancha de gente entró como si fuésemos reses del matadero. Codos, caderas  y puños me apretaron contra la barriga alterada… Mi único mantra para entonces ya era: «Dios mío, que me cago; Dios mío, que me cago; Dios mío, que me…».

Torcí las piernas como cuando era niño y me masturbaba con la cuerda del gym en clase de deportes. Me chupé la cara interior de los carrillos y bizqueé los ojos, esperando el momento terrible de la descarga. Una señora de 60 con espíritu -solo el espíritu- de 20 creyó que la miraba y que le estaba poniendo la boquita de piñón anhelosa, así que me sonrió con timidez esperanzada. Yo me encomendé al Demonio, ya que Dios no me ayudaba…

Y por fin llegamos a Ricardo Palma. Aproveché el sonido de eyección de las puertas abriéndose para soltar presión con otro pedito y salí corriendo como alma espantada, abriéndome paso en la apretada formación humana con un «¡Permisito! ¡Permisito! ¡Me cago en todo, déjenme pasar, que me cago encima!».

Carl Lewis debía de correr los 100 metros lisos en la situación en que yo lo hacía en esos momentos, porque jamás en mi vida he sido tan raudo y decidido como esta vez: me sentí el mismísimo Flash mientras salvaba las escaleras de la estación. Igual de rauda, mi mente se preguntaba si haría bien en consultarle a los empleados del Metropolitano si tenían baño y si podría usarlo por una emergencia indiscutible… Ese segundo de duda lo decidió todo: pensé de repente en la cara de vaga contrariedad que pondrían, en cómo me mecerían («Bueno, señor, verá, hay un baño pero la normativa nos impide compartirlo… pero vamos a consultar, ¿ya?»), en el tiempo que perdería discutiendo y en que ME CAGARÍA ALLÍ MISMO DELANTE DE ELLOS.

Así que salí de la estación y corrí por la vereda como loco mirando a todas partes. ¡Un restaurante, un restaurante, ¿dónde hay un maldito restaurante?! El paquete de caca se venía abajo. Apreté el culo un poco más, mientras me sobresaltaba pensar qué sucedería si me cagaba allí mismo en la calle y alguien lo fotografiaba. ¡»La flor de la limeña» terminaría convertida en «La flor de la cagada»! La prensa no tendría piedad, se mofarían de mí sin compasión, Peluchín parecería buena persona y todo describiendo el pésimo efecto estético de mi acción en medio de la transitada Lima.

Mis ojos localizaron un chifa y para allí que me fui al trote, cruzando entre carros que, cosa rara, me pitaron con sus agradables claxons. Mientras, palpaba mi bolsillo por si tenía que ofrecerle dinero al mozo para que me dejara usar su baño. Pero una vez entré, no me detuve ni a saludar.

Volé al fondo del chifa, donde a esa hora ya los empleados estaban almorzando juntos o en reunión de descanso. Me metí a la derecha y entré directamente en los baños masculinos. ¡No había papel higiénico junto a los retretes! Como MacGyver o Indiana Jones en una situación de urgencia, desenredé el papel industrial de un dispensador a la entrada. Me hice un lazo con él alrededor del hombro, del cuello, casi me convierto en momia… pero sabía que debía pertrecharme bien ante lo que se avecinaba.

Al fin entré en el reservado frente a un retrete, me desabroché el pantalón con virtuosismo de pianista, apunté el culo a la taza y…

La felicidad

Ni siquiera me manché. Bueno, goteó un poco el canto del libro que llevaba embutido en el bolsillo trasero, pero igualmente era una mierda de libro.

Allí cayó lo que no está escrito en las Escrituras. Dejé aquello como el pantano de la Cosa del Pantano, con alguna cosa también flotando entre grumos.

¡Pero qué felicidad!

Solamente añadiré que hice bien en meterme con tanto papel. Lo hice servir todito. Era más áspero y duro que la mejilla de Wolverine, y al final tenía el ojete tan irritado que parecía un prepucio de lo mucho que se me hinchó, pero no me importaba.

Aquel alivio me procuró más felicidad que el mayor de los orgasmos.

Dios bendiga los chifas.

Gracias a ellos, sigo siendo un escritor digno.

Hernán Migoya

Escritor y guionista español. Ya está a la venta su nueva novela, "La flor de la limeña" (Planeta Perú).