Cholo soy y no me complazcas , noticias , sociedad Viernes, 30 junio 2017

Consulta pública: ¿Por qué tres chicas de Huancayo me toquetearon el culo en la calle?

Hernán Migoya

Escritor y guionista español. Ya está a la venta su nueva novela, "La flor de la limeña" (Planeta Perú).
El lugar del suceso. Imagen: Google Maps

El lugar del suceso. Imagen: Google Maps

El pasado finde lo pasé de maravilla en Jauja y Huancayo ofreciendo una charla literaria a futuros escritores, pero el lunes, día que transitaba ocioso las queridas calles huancaínas, me sucedió algo extremadamente raro: tras pasear y comprar en una librería un ejemplar anotado de Los ríos profundos, me puse a leerlo en la calle Real esquina con Breña, mientras aguardaba a un buen amigo que se fue a buscarme a Jauja por error. Pues bien, a la caída de la noche me encontraba yo apoyado en el semáforo situado frente a la sucursal del BCP, regodeándome a la escasa luz eléctrica en la prosa mágica de Arguedas, cuando de pronto noto una mano que me soba el trasero con innegable minuciosidad.

No fue un toqueteo morboso, sino más bien como si esa mano me untase miel en las dos nalgas al paso inminente de un oso pardo. Asustado, me volteé con la alarma visible en los ojos: frente a mí, tres candorosas adolescentes se sonreían entre ellas. Disimularon apercibirse de mi presencia, aunque confirmé que una se atrasaba tras el cuerpo de otra, como para ocultar su acción previa del manoseo. Las miré con esa expresión de censura que los adultos usamos con los chiquillos a los que no sabemos muy bien cómo tratar o a los que no podemos reprender abiertamente, y me volví otra vez para seguir leyendo.

Enseguida volví a notar el manoteo en el culo. Sabía de la probada hospitalidad de los huancaínos (ya la he disfrutado en cuatro viajes distintos), pero nunca había escuchado que recibieran a los forasteros sobándoles las nalgas, así que esta vez me asusté más: al fin me asaltó la posibilidad de que no fuera una travesura, porque sentí que la mano parecía «registrar» mis bolsillos por fuera, aunque siguió antojándoseme absurdo un modus operandi tan descarado. Me giré otra vez, ya con el enojo en la mirada: la quinceañera de antes volvió a ocultarse detrás de una de aspecto más arrogante y expresión más descarada. Parecía algo mayor que las otras. En esta ocasión las encaré sin palta:

—¿Qué pasa? ¿Qué queréis?

—¿De dónde viniste? -me preguntó la tercera, de rostro más aniñado e inocente.

—De Lima -respondí, y noté su desconcierto.

—¿Eres limeño? -se interesó la chula.

—No, soy de Barcelona.

—¿Tienes un sol? —insistió la misma muchacha. Yo estaba francamente intrigado. No parecían ladronzuelas ni mendigas: parecían simplemente tres chiquillas traviesas divirtiéndose en la calle. La impertinente llevaba el ombligo al aire, pero no por desaliño o pobreza, sino por ir a la moda.

—Sí, tengo un sol.

—¿Me lo das?

Se lo di, pero aproveché el movimiento descendente de mis manos para obturar el paso del bolsillo a mi billetera. Presentí que le habían echado un ojo, así que no volví a sacar la mano de allí en toda la conversación.

Enseguida la de apariencia más inofensiva tomó la voz cantante:

—¿Tienes otro sol?

—Sí, claro -respondí.

—¿Me lo das a mí? -insistió.

—No —le dije—. Ya os he dado un sol.

—¡Pero tú seguro tienes mucho dinero! —protestó la arrogante.

—Sí, pero no lo conseguí pidiéndolo en la calle —repliqué.

—Es que si no le das otro sol, tendremos que repartirnos el mío y eso no alcanza. ¡No seas malo!

Me cerré en banda. Seguía apoyado contra el semáforo, mi mano metida en el bolsillo y decidido a no bajar la guardia de nuevo. Me sentí como Tippi Hedren justo antes de comprender que ese revoltillo encantador de pajaritos puede convertirse en un escuadrón de implacables sacaojos.

Además, recientemente había tenido una experiencia nefasta con un mendigo en Barcelona: un cincuentón pedigüeño se me había acercado a la terraza de un café donde me hallaba sentado con unos amigos. Yo estaba fumando y el compatriota me pidió dinero. «No», le dije, «pero si quieres un cigarrillo te lío uno». El tipo, que vestía un polo gastado del Che Guevara, asintió complacido y le hice un cigarrillo con su papel, su tabaco y su filtro. Mientras se lo prendía, se fijó en el euro cincuenta que yo había dejado en un platillo sobre la mesa.

—¿Me puedo quedar eso?

Mi mirada se inflamó como la de Clint Eastwood cuando se indigna:

—Eso es la propina del camarero.

—Ya, pero a él ya le darán más en otra mesa, ¿no?

Creo que pocas veces he mirado con tal desprecio a nadie:

—No sé si sabes ver la diferencia, pero ese camarero está trabajando y se ha ganado esas monedas con su trabajo. Por favor, lárgate de aquí, anda.

El sujeto se largó encogiéndose de hombros, tranquilamente, y yo pensé que esa asunción de creerse con «derecho de clase» a quedarse el dinero ajeno, ganado honradamente por otra persona, era la tendencia arraigada que yo más odiaba de mi país. Hasta para mendigar hay maneras. Y ya había conocido demasiadas personas que mendigan que sí necesitan nuestra ayuda de verdad.

En ese instante me sentía Perry King enfrentando los malos modos juveniles en Class of 84. Las tres chicas se quedaron plantadas frente a mí un minuto más, decidiendo si forzar la mano, si podían extraer de mí alguna otra moneda, pero creo que mi indiferencia a sus exhortaciones las terminó por aburrir y me dejaron allí tranquilo, largándose con viento fresco (muy fresco el huancaíno, por cierto).

Así que seguí leyendo apoyado en el semáforo, pero esta vez sosteniendo al pobre Arguedas en una mano mientras ya no me atrevía a sacar la otra del bolsillo…

Todavía sigo perplejo y mi pregunta es muy sencilla: ¿realmente esas muchachitas pretendían robarme o solamente se estaban burlando de mí? ¿Era su modo de divertirse con un transeúnte idiota o pensaban que abordándolo así obtendrían más dinero?

Cualquier interpretación será bienvenida.

Hernán Migoya

Escritor y guionista español. Ya está a la venta su nueva novela, "La flor de la limeña" (Planeta Perú).